Había una vez una muchacha muy normal, con sueños de
futuro e ilusiones, pero con muchos miedos que enfrentar.
No le gustaba que la gente escupiera mientras hablaba,
ni tampoco que en los momentos de nervios sus amigas se crujieran los dedos a
modo de antiestrés.
Le gustaba leer, ver películas románticas y vivir la
vida tranquilamente, tumbada en el sofá con una suave manta.
Por lo contrario, el otro yo no pasaba desapercibido,
pues no se interesaba por sus metas de futuro, sino que vivía el día a día;
como si no existiese mañana.
Le gustaba hablar, cotillear con sus amigas, cantar …
Mordía los lápices y se arrancaba pielecillas de los pulgares.
Un día, obsesionada con no encontrar una identidad
concreta, decidió tirarse al abismo y junto a ella su otro yo, quedándose así
con la muchacha tranquila, aunque revoltosa, que se preocupaba por alcanzar sus
sueños, no se atrevía a dar un paso diferente.
Pero el tiempo fue pasando y su familia se dio cuenta
de que algo en ella había cambiado.
Les gustaba la idea de tener una hija mansa y
tranquila, pero sabían que ella así no era feliz.
Se había equivocado, el otro yo no era el que invadía
su ser, sino el que complementaba su persona y por el que era alguien especial.
Era Sara con todo lo que conllevaba serlo, pero eso no significaba ser mejor ni
peor; era ser alguien especial.